
En el invierno de 1831 un bergantín al servicio de su Majestad, el HMS Beagle, se aprestaba para iniciar un periplo transoceánico de casi cinco años de duración. Ese viaje cambió nuestra concepción del mundo al poner a la naturaleza, en lugar de Dios, en el centro de la creación.
¿Quién no ha oído hablar alguna vez en su vida del naturalista inglés Charles Darwin, padre de la teoría de la evolución de las especies?
Cuando publicó «EL ORIGEN DE LAS ESPECIES«, en 1859, el escandalo fue mayúsculo, llegándosele incluso a comparar con el demonio -«la serpiente del Edén», le decían-. Resulta en este sentido sorprendente que incluso hasta bien entrado ya el siglo XXI aun existe un movimiento «creacionista», de considerable implantación en los sectores mas conservadores de los EEUU, que abomina del bueno de Charles.
Lo que poca gente conoce es que en sus inicios nadie hubiera adivinado que aquel estudiante de teología en Cambridge que iba para sacerdote de la iglesia anglicana, llegaría un día a cuestionar la validez de la Biblia para explicar el origen del mundo.
También resulta desconocido para muchos que antes de llegar a ese momento el pobre Darwin había ido perdiendo la fé gradualmente, con mas intensidad si cabe durante los días del referido viaje científico a bordo del Beagle. De hecho, y para gran disgusto de su devota y pía esposa, en 1849 dejó de ir a misa los domingos con su familia, empleando dicho tiempo en darle vueltas a su incipiente teoría mientras paseaba por el campo. Cuando su hija Annie, de 10 años, murió dos años después de tuberculosis, perdió definitivamente la fé y acabó cayendo en manos de un devastador agnosticismo – que no ateísmo -.
Paradójicamente lo que Darwin no llego a explicar en su “Teoría de la evolución de las especies y la selección natural” es qué es lo que mueve el motor de la evolución -su famosa “selección natural”- , que es un proceso además muy lento. Hoy se sabe que la causa son las mutaciones genéticas, lo cual confirma el hecho de que su teoría prospera y sigue perfeccionándose – lo que llamamos neodarwinismo-, “conviviendo” con otras teorías científicas mas modernas que la aceptan, compatibilizándola con posturas no excluyentes de la fé – como por por ejemplo la teoría del “diseño inteligente”-.

Darwin nunca llegó a afirmar que el hombre descendiese del mono, pero le cayo el «sambenito» -véase la caricatura-, lo cual demuestra que su teoría no se llegó a entender totalmente. Su rostro, incluso, lleva apareciendo mas de cien años en la etiqueta de una popular marca de anís española.(*)(véase al pie del articulo)
Pero el célebre naturalista también tenía otras aficiones: le encantaba «catar» todo lo que ante sus ojos se presentaba. Su voracidad e interés por degustar toda vianda que cayese su alcance no tenía límites, y ya en su juventud se inscribió en el Gourmet Club de Cambridge, una sociedad gastronómica de glotones cuya máxima era «degustar todos y cada uno de los pájaros y bestias que han sido conocidos por el paladar humano».
Gracias a su pertenencia a semejante congregación gastronómica pudo saborear platos tan sugerentes y apetecibles como el halcón, el avetoro – una especie de garza -, y hasta un buho, que por cierto le causo una dolorosa indigestión.
No contento con ello profundizo en sus experimentos culinarios en su famoso viaje en el Beagle, durante el cual pudo incarle el diente a especímenes como el armadillo o «un roedor de color chocolate» que le pareció la mejor carne que jamas había probado. Por ello no es extraño que en las islas Galápagos se aprovisionase de decenas de tortugas gigantes que acabaron transformadas en sopa y filetes para el resto de la trayectoria.
Se llegó a incluso a zampar un puma, aunque siendo honesto con él hay que aclarar que cuando lo hizó pensó que se trataba de un venado o una vaca.
Entre el rico y variado anecdotario originado en el transcurso de su odisea merece la pena destacar el caso del «ñandú», una ave desconocida en aquella época a la que estuvó buscando durante meses en la Patagonia y a la que él llamaba «avestruz», por su similitud con dicho animal.

Imagen de Tompkins Foundation
Cuando finalmente encontró un ejemplar se lo comió……… para darse cuenta tras el ágape que se trataba de una especie diferente del ñandu «normal», por lo que procedió a recoger las sobras – cabeza, alas, patas, plumas y piel-, las empaquetó y las mandó a Londres, donde el taxonomista John Gould ensamblo los restos óseos para configurar el esqueleto del animal, al que llamó «Rhea darwinii» – el ñandú de Darwin -, en su honor.
Volviendo a su teoría, Charles Darwin no era ateo, sino agnóstico. Su tésis no es excluyente con la fé, lo cual constituye un alivio para miles de creyentes. Dios tiene cabida en su «Teoría de la evolución de las especies y la selección natural».
Quizás él mismo, pese al inmenso dolor que le produjo la temprana muerte de su hija o las dudas metafísicas que le suscitaban sus deducciones científicas, pudiese albergar en lo mas hondo de su corazón un huequecito reservado a alguien a quién sin duda siempre buscó….
De cualquier modo, al tratarse de cuestiones que afectan a lo mas profundo de nuestras convicciones, hay que ser ante todo respetuoso con todas las opiniones, incluso con aquellas que pudieran parecernos mas aventuradas – una encuesta en EEUU de 2017 muestra que el 38% de los adultos sigue creyendo que Dios creó al hombre tal y como es hace unos 10.000 años….-.
Hace unas semanas pude contemplar en un documental de TV a alguien que, sorprendentemente, ¡llegó a conocer a Charles Darwin!. Se trataba de «Harry», una tortuga gigante que el naturalista se llevó de las islas galápagos a Inglaterra y que acabó recalando en un zoo australiano, donde hace poco tiempo murió con ¡¡175 años!!!. Seguro que Charles lo tuvo en cuenta mientras elaboraba su famosa teoría…..

fuentes:
https://www.abc.es/ciencia/abci-darwin-y-anis-mono-201702072128_noticia.html
https://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Darwin
https://www.elespanol.com/ciencia/investigacion/20171006/252225063_0.html