Gabriel Araceli es aún un niño de 16 años, pero ya ha visto a La Parca llevarse las almas y los cuerpos de sus compañeros del Santísima Trinidad en Trafalgar, chaval de iniciativa, emigra a un Madriz, corte, señorito, mísero,tradicionalista y procaz, literato y analfabeto, infierno y cielo a la vez, en el que la ilustración es aún un capullo que tardará en hacerse una flor encerrada o exiliada.
Gabriel Araceli es el personaje al que D. Benito coloca en los diferentes Episodios Nacionales de su primera serie para relatarnos en primera persona nuestra historia del XIX, como haría Winston Groom con Forrest Gump, o Jonas Jonasson con Allan Karlsson en “el abuelo que saltó por la ventana y se largó”, para contarnos la historia estadounidense y mundial del XX.
Gabriel entra al servicio de Pepita González, actriz del Príncipe que tras el incendio de éste actúa en Los Caños del Peral. Ya hemos contado aquí la rivalidad entre aficionados del Príncipe y los del teatro de la calle de la Cruz, Gabriel nos cuenta en primera persona (1):
“Yo formé parte, no sin alborozo, porque mis pocos años me autorizaban a ello, de la tremenda conjuración fraguada en el vestuario de los Caños del Peral, y en otros oscuros conciliábulos, donde míseramente vivían, entre cendales arachneos, algunos de los más afamados dramaturgos del siglo precedente. Capitaneaba la conjuración un poeta, de cuya persona y estilo pueden ustedes formarse idea si recuerdan al omnímodo escritor a quien Mercurio escoge entre la gárrula multitud para presentarlo a Apolo. No recuerdo su nombre, aunque sí su figura, que era la de un despreciable y mezquino ser constituido moral y físicamente como por limosna de la maternal Naturaleza. Consumido su espíritu por la envidia, y su cuerpo por la miseria, ganaba en fealdad y repulsión de año en año; y como su numen ramplón, probado en todos los géneros, desde el heroico al didascálico, no daba ya sino frutos a que hacían ascos los mismos sectarios de la escuela, estaba al fin consagrado a componer groseras diatribas y torpes críticas contra los enemigos de aquellos a cuya sombra vivía sin más trabajo que el de la adulación.
Este hijo de Apolo nos condujo en imponente procesión a la cazuela de la Cruz, donde debíamos manifestar con estudiadas señales de desagrado los errores de la escuela clásica. Mucho trabajo nos costó entrar en el coliseo, pues aquella tarde la concurrencia era extraordinaria; pero al fin, gracias a que habíamos acudido temprano, ocupamos los mejores asientos de la región paradisíaca, donde se concertaban todos los discordes ruidos de la pasión literaria, y todos los malos olores de un público que no brillaba por su cultura.
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Cuando la representación iba a empezar, el poeta dirigió su mirada de gerifalte a los abismos del patio para ver si habían puntualmente acudido otros no menos importantes caudillos de la manifestación fraguada contra El sí de las niñas. Todos estaban en sus puestos, con puntual celo por la causa nacional. No faltaba ninguno; allí estaba el vidriero de la calle de la Sartén, uno de los más ilustres capitanes de la mosquetería; allí el vendedor de libros de la Costanilla de los Ángeles, hombre perito en las letras humanas; allí Cuarta y Media, cuyo fuerte pulmón hizo acallar él solo a todos los admiradores de La mojigata; allí el hojalatero de las Tres Cruces, esforzado adalid, que traía bajo la ancha capa algún reluciente y ruidoso caldero para sorprender al auditorio con sinfonías no anunciadas en el programa; allí el incomparable Roque Pamplinas, barbero, veterinario y sangrador, que con los dedos en la boca, desafiaba a todos los flautistas de Grecia y Roma; allí, en fin, lo más granado y florido que jamás midió sus armas en palenques literarios. Mi poeta quedó satisfecho después de pasar revista a su ejército, y luego dirigimos todos nuestra atención al escenario, porque la comedia había empezado.
-¡Qué principio! -dijo oyendo el primer diálogo entre D. Diego y Simón-. ¡Bonito modo de empezar una comedia! La escena es una posada. ¿Qué puede pasar de interés en una posada? En todas mis comedias, que son muchas, aunque ninguna se ha representado, se abre la acción con un jardín corintiano, fuentes monumentales a derecha e izquierda, templo de Juno en el fondo, o con gran plaza, donde están formados tres regimientos; en el fondo la ciudad de Varsovia, a la cual se va por un puente… etc… Y oiga usted las simplezas que dice ese vejete. Que se va a casar con una niña que han educado las monjas de Guadalajara. ¿Esto tiene algo de particular? ¿No es acaso lo mismo que estamos viendo todos los días?
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Dicho y hecho; comenzamos a golpear el suelo, y luego bostezamos en coro, diciéndonos unos a otros; ¡qué fastidio!… ¡qué cosa tan pesada!… ¡mal empleado dinero!… y otras frases por el mismo estilo, que no dejaban de hacer su efecto: los del patio imitaron puntualísimamente nuestra patriótica actitud. Bien pronto un general murmullo de impaciencia resonó en el ámbito del teatro. Pero si había enemigos, no faltaban amigos, desparramados por lunetas y aposentos, y aquéllos no tardaron en protestar contra nuestra manifestación, ya aplaudiendo ya mandándonos callar con amenazas y juramentos, hasta que una voz fuertísima, gritando desde el fondo del patio; ¡afuera los chorizos!, provocó ruidosa salva de aplausos, y nos impuso silencio.
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-Ya, ya sé lo que va a resultar aquí. Ahora resulta que doña Paquita no quiere al viejo, sino a un militarito, que aún no ha salido, y que es sobrino del cabronazo de don Diego. Bonito enredo… Parece mentira que esto se aplauda en una nación culta. Yo condenaba a Moratín a galeras, obligándole a no escribir más vulgaridades en toda su vida. ¿Te parece, Gabrielito, que esto es comedia?……..
……..conforme a las terminantes órdenes de nuestro jefe, armamos una espantosa grita al finalizar el acto primero. Como los amigos del autor protestaron contra nosotros, exclamamos ¡afuera la polaquería! y enardecidos los dos bandos por el calor de la porfía, se cruzaron más duros apóstrofes, entre el discorde gritar de la cazuela y el patio. El acto segundo no pasó más felizmente que el primero; y por mi parte, ponía gran atención al diálogo, porque la verdad era, con perdón sea dicho del poeta mi amigo, que la comedia me parecía muy buena, sin que yo acertara a explicarme entonces en qué consistían sus bellezas.
La obstinación de aquella doña Irene, empeñada en que su hija debía casarse con Don Diego porque así cuadraba a su interés, y la torpeza con que cerraba los ojos a la evidencia, creyendo que el consentimiento de su hija era sincero, sin más garantía que la educación de las monjas; el buen sentido del don Diego, que no las tenía todas consigo respecto a la muchacha, y desconfiaba de su remilgada sumisión; la apasionada cortesanía de D. Carlos, la travesura de Calamocha, todos los incidentes de la obra, lo mismo los fundamentales que los accesorios, me cautivaban, y al mismo tiempo descubría vagamente en el centro de aquella trama un pensamiento, una intención moral, a cuyo desarrollo estaban sujetos todos los movimientos pasionales de los personajes. Sin embargo, me cuidaba mucho de guardar para mí estos raciocinios, que hubieran significado alevosa traición a la ilustre hueste de silbantes, y fiel a mis banderas no cesaba de repetir con grandes aspavientos: «¡Qué cosa tan mala!… ¡Parece mentira que esto se escriba!… Ahí sale otra vez la viejecilla… Bien por el viejo ñoño… ¡Qué aburrimiento! ¡Miren la gracia!», etc., etc.
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La consigna fue prontamente obedecida. Yo mismo, obligado por la disciplina, me introduje los dedos en la boca y… ¡Sombra de Moratín! ¡Perdón mil veces…! No lo quiero decir: que comprenda el lector mi ignominia y me juzgue.
Pero nuestra mala estrella quiso que la mayor parte del público estuviese bien dispuesta en favor de la comedia. Los silbidos provocaron una tempestad de aplausos, no sólo entre la gente de los aposentos y lunetas, sino entre los de la cazuela y tertulia.
El justiciero pueblo que nos rodeaba, y que en su buen instinto artístico comprendía el mérito de la obra, protestó contra nuestra indigna cruzada, y algunos de los más ardientes de la falange se vieron aporreados de improviso. Lo que tengo más presente es la mala aventura que ocurrió al alumno de Apolo en aquella breve batalla por él provocada. Usaba un sombrero tripico, de dimensiones harto mayores que las proporcionadas a su cabeza, y en el momento en que se volvía para contestar a las injurias de cierto individuo, una mano vigorosa, cayendo a plomo sobre aquella prenda hiperbólica, se la hundió hasta que las puntas descansaron sobre los hombros. En esta actitud estuvo el infeliz manoteando un rato, incapaz para sacar a luz su cabeza del tenebroso recinto en que había quedado sepultada.”
Capítulo 2 de La Corte de Carlos IV, Benito Pérez Galdós URL=http://www.dominiopublico.es/ebook/00/02/0002.pdf
Tal día como hoy de 1806 se estrenó “El si de las niñas” de Moratín en el tatro de la Cruz. Los del Príncipe fueron a boicotar ese estreno, allí estaba nuestro Gabrielillo, en el rebaño cuyo rol era protestar, imagino que como él, ayer muchos hubieran aplaudido sentido simpatía por la Cultural Leonesa, pero su sentir rojiblanco se lo prohibía.

En su obra Moratín propone imponer la razón a las costumbres, la justicia, la bondad, el amor y la libertad personal, a la tiranía de los padres, Doña Irene cree que lo mejor para su hija es casar con el viejo y adinerado D. Diego, pero éste cede a la razón, y cede su puesto de esposo de Paquita a su sobrino Carlos.
La obra, que sufriría muchos años de censura, fue un éxito, durante su primera temporada, tan solo 26 días, fue vista por la cuarta parte de la población adulta de Madriz. Un estilo fresco, nuevo, se aleja de la comedia escrita hasta entonces, en lugar de trasladarnos a lugares lejanos, de usar un lenguaje grandilocuente, de hablar de grandes épicas, nos habla de lo cotidiano, de la razón y la cerrazón, de las nuevas ideas ilustradas frente al tradicionalismo, ideas que se verían entremezcladas en el constitucionalismo del Cádiz, y a la vez enfrentadas durante el resto del XIX, y que hoy, en el XXI, siguen, ora enfrentadas de forma irreconciliable, ora de la mano. Libertad individual que se manifiesta con un pin, y a la vez en la indisoluble unidad y uniformidad excluyente del diferente, predominio del bien común sobre el individual, y a la vez incentivar el individualismo diferenciador.
JMDC, 24 de enero de 2020
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